Proyecto Estratégico Plan Fénix. Facultad de Ciencias Económicas, Universidad de Buenos Aires.
En el curso del corriente año, la Argentina ha atravesado circunstancias, en los planos económico y político, que han deparado desafíos de magnitud. Entre ellos, se cuentan la crisis política ocasionada por la discusión en torno de la movilidad de las retenciones a las exportaciones agrícolas, la reestatización de las jubilaciones y el nuevo contexto que se perfila a partir de la implosión del sistema financiero internacional. Ello ha motivado respuestas diversas desde el ámbito gubernamental; entre ellas, la ratificación del anterior régimen de retenciones agrícolas, el anuncio de la cancelación de la deuda con el Club de París, la posible reapertura del canje de la deuda, y por último la reciente propuesta de restablecimiento del carácter solidario para el conjunto del sistema previsional argentino. En un escenario complejo no hay cabida para análisis y recomendaciones simplistas. Una vez más, desde el Plan Fénix sometemos a la discusión pública nuestra apreciación acerca de la actual situación y los cursos de acción a seguir.
El conflicto entre Gobierno y sector ruralista marcó el ritmo político –más quizás que el económico– de la primera mitad del año, tanto por su extensión en el tiempo como por sus repercusiones en diversos estamentos sociales y políticos. El fragor de las medidas de fuerza –que en algún momento llegaron a comprometer el abastecimiento de la actividad productiva y el consumo, además del nivel de las exportaciones primarias– y cierta intemperancia en la postura y los procedimientos oficiales llevaron a un dramático desenlace parlamentario, que implicó retrotraer las medidas originalmente adoptadas por el Gobierno. Sin duda, fueron poderosos los intereses en juego y no siempre actuaron éstos de modo transparente ni legítimo; tal es el caso de los sectores proveedores de insumos y de la exportación agrícola.
El régimen adoptado a la postre tuvo efectos relativamente neutros sobre la rentabilidad agraria, por la caída de los precios de los productos primarios involucrados en el mercado internacional; incluso, resulta claro ahora que la normativa finalmente derogada habría sido más favorable para los productores de menor escala.
Ahora bien, conviene llamar la atención sobre dos aspectos de importancia en relación con este episodio.
En primer lugar, en su gran mayoría, la producción agrícola objeto de debate no se encontró –en momento alguno– en real peligro en cuanto a su viabilidad. No se trató de un debate acerca de la supervivencia de un sector, sino de una batalla por la apropiación de la renta agraria.
En segundo término, se soslayó una cuestión de fondo que resulta esencial: la de la adecuada política cambiaria que la Argentina debe adoptar. Como ya señaláramos en documentos anteriores, en la economía argentina abundan los recursos primarios. Ellos no permiten sin embargo el sostenimiento de la totalidad de su población, ni tampoco aseguran la sostenibilidad externa. Resulta imperativo entonces la vigencia de un tipo de cambio diferencial, que viabilice un modelo de desarrollo capaz de combinar del mejor modo las actividades primarias e industriales. Un modelo, por lo demás, para el que la Argentina ha mostrado aptitud tanto en el pasado lejano –hasta fines de los años ’70– como durante el último ciclo de crecimiento, iniciado luego de la debacle de 2001-2002. Este es el sentido de las retenciones, caricaturizadas tan frecuentemente como una “arbitraria” o “distorsiva” medida fiscal. Por el contrario, se trata de un instrumento que, en un adecuado contexto de políticas, apunta a la vez al desarrollo productivo, a la creación de empleo y a la redistribución del ingreso. Muy poco acerca de estas importantes cuestiones ha salido a la luz en la polémica pública, ni siquiera por parte de los sectores manufactureros que tienen un objetivo interés en ella. Antes bien, se escucha ahora a voceros rurales –acompañados por algunos actores políticos– que piden lisa y llanamente la eliminación de las retenciones. Una postura inaceptable en las presentes circunstancias, ya sea desde el punto de vista distributivo como desde el de una sana política de crecimiento (aun en el hipótetico caso de un contexto que asegurase holgura fiscal).
De hecho, la revaluación cambiaria operada en los últimos meses –ligada a una sostenida inflación– parece reflejar, además, una menor capacidad de compra de divisas por parte del Estado. En consecuencia, lo ganado en el campo impositivo por el sector de la producción agroexportable se había perdido –en buena medida– por efecto de la apreciación cambiaria. Este proceso acarreó además serias dificultades a la exportación industrial, que ha mostrado en el pasado una performance excepcionalmente dinámica (un incremento de alrededor de 100 por ciento, en relación con 1998). Es indispensable, en este punto, insistir en la necesidad de la recuperación de un tipo de cambio real de nivel competitivo, que permita contribuir al equilibrio externo y al desarrollo manufacturero exportador; la evolución más reciente parece apuntar en tal sentido. Sólo el sostenimiento en el largo plazo de una política de este tipo permitirá cambiar el perfil productivo y el nivel y el carácter del empleo en nuestro país.
Al mismo tiempo, la cuestión agraria debe ser encarada desde un enfoque integral, que supere la discusión puntual acerca de las retenciones. En particular, debe avanzarse en un proceso de diversificación, que revierta la excesiva concentración en el cultivo de soja, en perjuicio de otros cultivos, de la ganadería y de la actividad lechera. Se requiere de medidas prontas, antes del inicio de la próxima campaña. También se deberán definir y sostener activas políticas a favor de las pequeñas explotaciones familiares, consolidando la propiedad de sus tierras y apoyándolas tanto en los aspectos técnicos como crediticios.
La derrota parlamentaria parece haber derivado, por momentos, en una deriva parcial del Gobierno hacia la agenda planteada desde la oposición. Los anuncios de las reaperturas del canje a los holdouts y de las negociaciones con el Club de París son claros ejemplos de cursos de acción que parecieron satisfacer –en un momento particularmente inadecuado– el reclamo de ciertos sectores empresarios y de la “ortodoxia” económica a favor del retorno al mercado de capitales externos.
En el actual escenario –caracterizado por una inédita crisis financiera internacional– no resulta conveniente, esto parece casi obvio, que estas instancias sean abiertas. Resulta de todos modos esencial, en caso de avanzarse en este sentido, que el país se asegure condiciones dignas y sostenibles de refinanciamiento. Esto debe ser especialmente cuidado en el caso de la renegociación de los préstamos garantizados, para los que no deben aceptarse tasas de interés excesivas tratándose de un país que muestra un razonable nivel de solvencia.
Por sobre todas las cosas, debe asegurarse la sostenibilidad en el tiempo del crecimiento a partir de la capacidad local del ahorro, evitando caer una vez más en las históricas actitudes mendicantes que han sostenido (y sostienen) el carácter “inevitable” de un alto nivel de endeudamiento externo. Estas posturas le han costado en el pasado grandes sufrimientos a la Argentina, cuando los ciclos de toma de crédito externo culminaban, sucesivamente, en profundas e irremontables crisis. Hoy día la Argentina ha alcanzado los más elevados niveles de inversión sobre el producto de los últimos 20 años, con una cuenta externa de capital excedentaria (no deficitaria, como lo fue –por ejemplo– durante la convertibilidad).
La crisis internacional
La implosión del sistema financiero internacional constituye un evento inédito en la historia mundial reciente, a menos en los últimos 80 años (un período que equivale al de más de tres generaciones). Ello plantea un escenario complejo, a la vez que brinda enseñanzas que deberán ser capitalizadas.
Como es sabido, el factor que ha detonado este episodio es la insolvencia de una parte de la deuda hipotecaria de los Estados Unidos. Sus efectos se han visto potenciados, en virtud de mecanismos de “apalancamiento” (multiplicación) que generaron una plétora financiera de enorme alcance, caracterizada por un notable expansión de múltiples burbujas durante un largo período de tiempo, que fue facilitado por la pasividad de los reguladores financieros de los países centrales. Se facilitó el desarrollo descontrolado de significativos segmentos del negocio financiero, todo ello sustentado por una doctrina –con pretensiones de “ciencia económica”– que ha hecho del “libre mercado” una suerte de dogma milagroso que ahora muestra su engaño (como suele ocurrir siempre, a la larga, con los dogmas y muchos supuestos “milagros”).
Este fenómeno reconoce a su vez un conjunto de causas. El enorme grado de endeudamiento de la población estadounidense unido a su agresiva estrategia bélica ha sido en realidad el vehículo a través del cual se han motorizado los abultadísimos pasivos externos de su economía. Ello ha resultado de la acumulación de déficit casi permanente en su cuenta corriente externa, a un promedio de 2,5 puntos del PIB en los últimos 25 años. La particular dimensión e inserción de la economía americana, el reconocimiento de su moneda como reserva de valor y un favorable desempeño en términos de crecimiento han permitido “sustentar”, entonces, este ciclo de extraordinaria expansión de los pasivos durante un período de tiempo tan largo. El sistema financiero estadounidense compensó así con deuda los déficit corrientes externos; la “burbuja” financiera fue, entonces, una instancia inevitable de la pervivencia de este singular patrón de “expansión” (posible, por otra parte, debido a la acumulación indefinida de reservas en dólares por parte del resto del mundo).
Todo esto parece estar en vías de mutación, por obra de una crisis cuya magnitud aún no se puede avizorar con suficiente claridad, pero que ya brinda un conjunto de enseñanzas.
Por lo pronto, la entronización del mercado como institución central, fundante, impuesta con particular fuerza desde fines de los ’70, ha mostrado ser –una vez más– una opción a la postre inviable. En particular, los procesos de valorización financiera descontrolada no sólo contribuyen a anarquizar los mercados de capitales sino que también “atacan” desde diversos flancos a la economía real y al empleo, induciendo espirales acumulativas que terminan desestabilizando a la actividad económica, corroyendo los lazos sociales y, finalmente, dañando gravemente a los propios Estados-Nación. Instalan el despilfarro, la polarización en la distribución de la riqueza y los ingresos, la desvalorización del trabajo a favor de la especulación y la “economía-casino” y, finalmente, la anomia moral.
No resulta un hecho casual que el sector financiero haya sido el que con mayor insistencia ha machacado acerca de la necesidad de “liberar” el accionar individual de toda traba estatal. Paradójicamente resulta, a la vez, el sector menos robusto, el que –invariablemente– debe recurrir al auxilio generoso del Estado ante la amenaza de crisis sistémica. Entonces sí, ante el peligro de muerte, se apela al carácter de “servicio público” de la actividad financiera, impulsándose la socialización de las pérdidas para conservar el patrimonio en manos privadas.
De hecho, las respuestas que comenzaron a estructurarse han mostrado el papel que los Estados deben de todos modos jugar –de modo imperfecto y tardío en este caso– en cuanto agentes de la sociedad civil, para encauzar las tendencias perversas gestadas por decisiones meramente individuales en ámbitos puramente mercantiles. Se ha visto, además, la necesidad de emprender acciones globales unificadas –todavía al casi exclusivo nivel de los países centrales y sin considerar debidamente los intereses del resto del mundo– a fin de evitar la propagación de efectos en cadenas.
No puede negarse que los efectos de esta crisis internacional llegarán a nuestro país (esto ya ocurre, de modo aún limitado). Pero, al haberse interrumpido abruptamente el proceso de endeudamiento operado durante la vigencia de la convertibilidad, Argentina se encuentra hoy –en principio– menos expuesta, al menos en el “canal financiero” de propagación de la crisis. Su dependencia del ahorro externo es hoy día más baja y tampoco ha sido especialmente relevante el rol de los movimientos de capitales de corto plazo. Esto es también atribuible a las restricciones implementadas a este tipo de operaciones, que deben ser perfeccionadas.
Esto no es óbice, sin embargo, para que se adopten medidas de salvaguardia, en particular en lo atinente a la balanza comercial y al componente de servicios financieros de la cuenta corriente. Estas medidas deben hacer pie tanto en la economía real como en el sector financiero, apuntando a preservar los equilibrios externo y fiscal, a fin de asegurar márgenes de maniobra al Estado, que es en última instancia el que debe garantizar el marco de estabilidad y crecimiento posibles. Una temática que requiere atención, en este proceso de adaptación a las nuevas circunstancias internacionales, es el del ritmo inflacionario. Al respecto, debe asegurarse el mantenimiento de los equilibrios macroeconómicos; a este fin, además, es indispensable generar un ámbito donde las pujas distributivas sean dirimidas en beneficio del conjunto.
En tal sentido, la intención recientemente anunciada de restablecer un sistema previsional solidario, más allá de representar un paso de importancia histórica, constituye una decisión en el sentido correcto por dos razones. Por un lado, permitirá un nivel de ingreso futuro a los beneficiarios que el sector financiero privado no ha sido capaz de otorgar, al someter el valor de las cuotas-parte al vaivén de mercados intrínsecamente inestables (y a la previa punción de “comisiones” escandalosas). El cambio indispensable demanda, a futuro, una administración transparente y criteriosa de los recursos involucrados (que evite los históricos desvíos públicos que en los años ’90 formaron parte de los argumentos “vendedores” del inconsistente “régimen privado” hoy a punto de terminar su ciclo). Por el otro, otorga una base adicional de sustentación al Estado, en las turbulentas circunstancias actuales (y las previsibles). Desde ya, las medidas reformistas deberán ser acompañadas de adecuadas salvaguardias acerca del empleo de los recursos que se acumulen bajo gestión pública, a fin de asegurar su retorno en tiempo y forma para el pago de los beneficios.
En el plano regional, por otro lado, la actual coyuntura debe resultar propicia para afianzar la estrategia de inserción internacional que tiene como pilar a un Mercosur que se proyecta hacia el espacio regional a través de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). La integración sudamericana es una de las opciones estratégicas de los gobiernos de la región que permitirá sintetizar el objetivo de una mejor inserción internacional de sus países, a la vez que genera condiciones de paz y desarrollo integral que puedan dar respuesta a las aspiraciones enraizadas en nuestra historia y geografía comunes. Deben construirse, para ello, instituciones y mecanismos que permitan avanzar en el tratamiento de los inevitables conflictos que conllevan estos procesos.
De esta manera, desde el Plan Fénix destacamos nuevamente que la integración regional debe constituir un capítulo central de la política exterior argentina, principalmente por ser el espacio económico y político ampliado con mayor potencial para sustentar el modelo de desarrollo interno del país. La crisis actual debe motorizar entonces esfuerzos en este sentido, previniendo eventuales salidas individuales que en definitiva resultarían estériles.
Conclusiones
La Argentina ha enfrentado en el curso de este año vicisitudes que han planteado desafíos y la necesidad de definiciones. El futuro inmediato se perfila, a su vez, como un escenario problemático, en comparación con el entorno en el que se desarrolló la actividad económica durante los últimos cinco años. Se requiere diseñar y avanzar entonces en respuestas inmediatas y eficaces. Pero, más allá de lo que dicten la coyuntura y la nueva estructura eventualmente resultante del desarrollo de la crisis global, resulta imperativo desarrollar una visión de largo plazo, que dé marco y sentido a las decisiones cotidianas.
Una vez más, tal como hemos señalado en forma permanente desde el Plan Fénix, se requiere explicitar definiciones estratégicas, que marquen un rumbo claro: proteger y fortalecer el desarrollo primario e industrial; diseñar e impulsar un patrón de crecimiento e inserción diversificado; salvaguardar los avances sociales logrados y avanzar para saldar la brecha social persistente, incorporando a través del sistema educativo y del mundo del trabajo a todos los argentinos; progresar en el esfuerzo de equilibrar la distribución del ingreso; y, crucialmente, fortalecer las posibilidades del ejercicio activo de las responsabilidades de la ciudadanía, asegurando el libre acceso a una información confiable en los medios de comunicación y transparencia en el ejercicio de la función pública. Estos principios deben ser corporizados en un plan que brinde un marco coherente al accionar diario del Estado y demás actores sociales.
La vocación a favor del impulso de estos principios debe ser reiterada cotidianamente, en la práctica concreta de todos nosotros, en especial cuando episodios de origen interno o externo se presentan como serias amenazas. Su concreción sólo podrá ser efectiva a través de la constitución de una coalición social y política amplia, consistente y sólida. Esta es la tarea política aun pendiente, cuando se presentan –operando en sentido contrario– algunas tendencias centrífugas que apuntan a la fragmentación.
Los argentinos debemos, sobre las bases acordadas de un proyecto nacional para el Bicentenario, comprometer todos los esfuerzos necesarios para consensuar acciones que, dirigidas a defender nuestros recursos y potenciales, nos lleven a la consolidación de un pacto social y productivo transformador de larga duración. Persistiendo en las ideas y las acciones pertinentes, convirtamos los argentinos esta crisis en una oportunidad.