lunes, 26 de octubre de 2009

Reforma y organizaciones sociales

LOS ESPACIOS RESIGNADOS POR LOS PARTIDOS
Por Alberto Dearriba

Cuando aún no se acalló el batifondo generado por la Ley de Medios, el Poder Ejecutivo enviará esta semana al Parlamento el proyecto de reforma política que constituyó uno de los ejes del frustrado diálogo interpartidario abierto tras la derrota electoral kirchnerista y que augura una nueva disputa de elevados decibeles.
El proyecto instaura un régimen de elecciones primarias obligatorias, de las cuales debe surgir sin excepciones el candidato presidencial de cada uno de los partidos, lo cual obligaría a competir internamente a los sectores disidentes del peronismo y del radicalismo. Pero la cuestión que puede desatar mayores debates, ronda en torno de los requerimientos que impondrá a los partido para poder participar de elecciones nacionales, ya que sólo el PJ y la UCR son fuerzas con estructuras legales y elevado número de afiliados en todos los distritos del país.
El proyecto arribará en medio de la reacción que desató la condenable agresión en San Salvador de Jujuy al senador radical Gerardo Morales, amplificada luego por la cantinela de los medios acerca de la “crispación social”, de la cual la oposición culpa a la Presidenta y a su esposo, pese a que no deja de echar leña al fuego. Aunque todo proyecto político conlleva cierto grado de interés faccioso -y seguramente la reforma política lo tendrá- el Gobierno sostiene que el régimen propiciado por la iniciativa apunta a fortalecer a los partidos como base del sistema democrático.
Tanto la exclusividad que se ratifica a los partidos para imponer un presidente de la Nación, como la concesión de recursos publicitarios iguales para fuerzas de distinto desarrollo, colaborarán al fortalecimiento de las fuerzas partidarias corroídas desde hace años por un manto de desprestigio. La crisis de representatividad que aqueja a los partidos no es nueva, pero se agudizó en los ‘90 con el discurso único, la prédica antipolítica y la teoría no verificada del fin de las ideologías. Así nacieron como un aire fresco las organizaciones de género, de derechos humanos y las ecologistas.
Carcomidos por las sospechas, abrazados a las peores prácticas internas y descalificados interesadamente por las corporaciones, los partidos políticos enfrentan hoy el desafío de demostrar que siguen siendo herramientas capaces de cambiarle la vida a la gente. Que pueden recuperar su condición de correa de trasmisión con la gente, un espacio que pasaron a ocupar los medios de difusión. Fue precisamente en la década pasada, en medio de la furia del mercado, que los excluidos decidieron saltar de la cuneta a la ruta para dejar de ser invisibles. Los piquetes fueron formas de organización espontáneas, nacidas precisamente al amparo del desprestigio de los partidos políticos y de su vaciamiento ideológico. Son hijas del divorcio masivo entre la sociedad civil y la política, que dejó libre el espacio para que las demandas sociales se canalizaran a través de organizaciones libres del pueblo.
El presidente Eduardo Duhalde intentó combatir el fenómeno piquetero con la receta tradicional de la represión, pero debió abandonar la Casa Rosada luego que la policía bonaerense consumara dos nuevos asesinatos en las inmediaciones del puente Pueyrredón. El kirchnerismo apuntó en cambio desde un comienzo a no reprimir las expresiones piqueteras y a contener a esas organizaciones, lo que le valió el cuestionamiento de los sectores conservadores, que miran con recelo toda forma de organización de los pobres y reclaman la solución del taxista. Sólo hubo efímeros vínculos entre la clase media que exigió “que se vayan todos” y los piqueteros que reclaman pan y trabajo. En aquellos agitados días de finales de siglo, apareció en algunas movilizaciones una consigna que fue más una expresión de deseos que una realidad: “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”.
En la práctica, las movilizaciones de los pobres, siempre molestaron a la clase media cuyo desplazamiernto se ve restringido por los cortes de calles y rutas. En cambio, no produjeron el mismo mal humor los piquetes de productores de soja que paralizaron al país con el objetivo de conseguir mayores niveles de rentabilidad. La prensa también tuvo en ambos casos un doble standard: los chacareros que agredieron a diputados oficialistas y llegaron a sugerir hasta el cierre del Congreso, cometieron “excesos” o “exabruptos”, mientras los piqueteros que agredieron injustificadamente a Morales en Jujuy son “organizaciones mafiosas, armadas y financiadas por el gobierno”. La doble moral tiene un profundo tufillo a desprecio de clase.

MANO DURA. En verdad, los piqueteros que atacaron al jefe radical le hacen un flaco favor a las demandas que sostienen, como los que destrozaron bienes en la Municipalidad de Mar del Plata. No hacen más que estimular la demonización que realiza la derecha y complican la decisión del Gobierno de no criminalizar las demandas sociales. El paso siguiente a instalar la idea de la existencia de organizaciones sociales violentas, es obviamente el reclamo de mano dura. Piden meterle bala no sólo a los delincuentes, sino también a los pobres que se movilizan. No importa que la organización puesta en la picota haya logrado construir escuelas, fábricas, viviendas y un centro de atención médica, que hasta cuenta con un tomógrafo. O que organice cooperativas de trabajo en el interior de la provincia. En realidad, la dirigente jujeña detenida, Graciela López, pertenece a la organización Libertad y no a Tupac Amaru, que conduce Milagro Sala, contra quien cargó Morales. Se trata de una organización indigenista que ya había escrachado al senador radical, a quien acusan de oponerse a que comunidades originarias posean tierras que reivindican como propias. Pero nada importa. Se descalifica a todos los movimientos sociales en su conjunto, con la denuncia de la violencia, o se los desvalorizados con el viejo argumento del sandwich de chorizo, utilizado hasta por una dirigente que llegó a la política con un discurso progresista. Los mismos cuestionamientos surgen -como calcados- en las clases medias de Venezuela, Bolivia y Ecuador.
El clientelismo político también es una vieja lacra de la política de América latina, que sólo podría controlarse con partidos que asuman con fidelidad sus identidades ideológicas, con una sociedad más conciente y con menos miseria. Pero el rechazo de los subsidios que reciben los movimientos sociales es no sólo reaccionario, sino también injusto. Las grandes empresas perciben en la Argentina recursos muy superiores a los que se entregan a las organizaciones sociales que se organizan como no lo hacen los partidos políticos, sin que nadie se rasgue las vestiduras por ello. El debate abierto sobre el subsidio a la niñez es una buena oportunidad para que la dirigencia política se ponga de acuerdo en una forma de ayuda efectiva y no clientelística. En las políticas sociales, siempre se enfrenta la necesidad urgente con la concepción de que sólo se terminará con la pobreza si se cambia la matriz inequitativa de la economía. Pero como el hambre no espera, ni los gobiernos revolucionarios discuten ya la necesidad de la ayuda social.
El Ministerio de Desarrollo Social sostiene que casi un 79 % de los 12 millones y medio de menores de 18 años perciben ayuda por la vía de los distintos planes sociales vigentes, lo que dejaría afuera a más de dos millones y medio de pibes, de los cuales más de la mitad ni siquiera tiene documento. El gobierno aumentó esta semana precisamente la asignación por hijo a los asalariados. Pero de esa ayuda quedan obviamente excluidos los chicos de hogares con padres desocupados o que trabajan en negro.
La discusión está centrada en si se apunta a esa franja desprotegida o si se reformulan todos los planes y se universaliza el subsidio, que es lo que propone la oposición. Pero además del universo, también se discute el monto. Un cálculo que el diputado Claudio Lozano le acercó esta semana a monseñor Jorge Casaretto, estima que si el auxilio fuese de 135 pesos como propone el gobierno, demandaría más de 5.800 millones de pesos y si fuese de 300, insumiría algo menos de 23 mil millones. Sea como quiere el gobierno o como plantea la oposición, resulta auspicioso que ni los sectores conservadores discutan ya la necesidad de la ayuda social.
Sin embargo, no todas las fuerzas tienen una posición similar, cuando los pobres abandonan su ancestral mansedumbre, se organizan y reclaman por sus derechos. Está claro que las organizaciones sociales deben contener los reclamos populares por carriles civilizados. Pero quienes se quejan de la “crispación” deberían también hacerse cargo de la virulencia de sus palabras que -amplificadas por los medios- resultan un invalorable aporte al mal humor social. Y también de la responsabilidad que les cabe por haber contribuido por acción u omisión a la deslegitimación de los partidos políticos, que impulsó el nacimiento de las organizaciones sociales.
La reforma política que comenzará a debatirse esta semana será una nueva oportunidad para intentar reconciliar a la sociedad civil con los partidos, reducidos al papel de meras maquinarias electorales por la corrupción y el vaciamiento ideológico.

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