Publicado en “El pensamiento alternativo en la Argentina del siglo XX”,Tomo II (comp. Hugo Biagini y Arturo Andres Roig), Buenos Aires, Biblos, 2006.PATRIA Y REVOLUCION:LA CORRIENTE NACIONALISTA DE IZQUIERDAde Hugo Chumbita.
Una interpretación marxista
El marxismo, “un humanismo cuyo centro es el proletariado y su circunferencia, el género humano” según términos de Hernández Arregui, era a la par “un método para la investigación de la historia y la cultura”, que debía aplicarse sin incurrir en traslados mecánicos, como habían hecho en Argentina “las izquierdas europeístas”. Por sobre las “deformaciones stalinistas”, el marxismo tenía que “recrearse” desde el mundo colonial[1].
Puiggrós defendía el método marxista de sus reductores y detractores, explicando que las “condiciones de vida material” constituían las raíces de las formas culturales, jurídicas y políticas, en un nexo de carácter dialéctico: el materialismo histórico, lejos de ser un determinismo económico, “abarca el conjunto de los fenómenos en sus conexiones recíprocas y en su mutuo condicionamiento”, estableciendo una graduación o jerarquía entre las causas del proceso histórico.
Relativizando el internacionalismo de Marx, Puiggrós subrayaba la constatación del Manifiesto Comunista de que “la campaña del proletariado contra la burguesía empieza siendo nacional”; aunque recién medio siglo después Lenin, al caracterizar el paso del capitalismo a la etapa imperialista, había sacado a luz el problema nacional en los países dependientes, según “la ley del desarrollo desigual”, propiciando -como también Stalin y Mao- el frente revolucionario con la burguesía dentro del cual debían dirimirse las contradicciones internas [2].
Hernández Arregui citaba asimismo opiniones de Marx -por ejemplo su apoyo a la lucha de los irlandeses contra Inglaterra y de los polacos contra Rusia- congruentes con la línea leninista sobre la alianza de todas las tendencias interesadas en la liberación nacional. Por su parte, Ramos, Rivera y otros ponían énfasis en los aportes teóricos de Trotsky [3] -a quien Hernández Arregui, sin suscribir “el trotskismo”, reconocía haber aplicado con coherencia el marxismo a la situación de los países dependientes, y Puiggrós sólo citaría ocasionalmente para desdeñar su “soberbia” intelectual y la de sus epígonos.
Spilimbergo advertía que Marx y Engels, pagando tributo a su condición de europeos, enunciaron en el Manifiesto de 1848 ciertas conclusiones “simplistas” (como que “la burguesía... Lleva la civilización hasta a las naciones más salvajes”), escollo ideológico frente al cual se imponía una distinción que la izquierda europeísta había sido incapaz de efectuar:
“...Siempre hay un conflicto entre el dogma y el método, entre la construcción teórica elaborada para un tiempo y un lugar históricos, y los procedimientos y fines del análisis. Cambiadas las circunstancias, se establece la discordia entre construcción doctrinaria y método animador, entre la armazón lógica y el elemento dinámico, intencional, actuante de la doctrina. Optar por el dogma, como se hizo, fue traicionar la esencia revolucionaria del marxismo...”
No obstante tales prevenciones, Spilimbergo dedicó un ensayo a rescatar en Marx los elementos de una visión de la cuestión nacional diferente a la del cosmopolitismo “civilizador” que le adjudicaba la lectura de su obra por los “socialistas cipayos”. En la década de 1860, observaba, Marx y Engels revisaron su concepción internacionalista y apoyaron algunos movimientos nacionales de los países oprimidos[4].
Cooke tomaba de Marx, en particular de los Manuscritos Económico-Filosóficos de 1844, las herramientas de análisis aplicables a una situación histórico-social concreta: la alienación cultural argentina como país dependiente, y encontraba asimismo allí las bases de una concepción humanista revolucionaria, la lucha por la desalienación “material y moral”, en el mismo sentido que las propuestas de Ernesto Guevara sobre el “hombre nuevo”[5].
Agreguemos que el manifiesto de C.O.N.D.O.R., agrupación que Hernández Arregui fundó en 1964 pensando reeditar la experiencia de F.O.R.J.A., adoptaba explícitamente “la metodología del marxismo” para la investigación de la realidad histórica y “como guía de la acción política de las masas”, aunque “sin dejarse dominar” por el método, conforme a la advertencia del propio Marx. Instaba además a otras tendencias embarcadas en la causa nacional a despojarse de prejuicios y “comprender, de una vez por todas, la poderosa validez de un sistema de ideas que influye en todo el pensamiento contemporáneo”[6].
Un nacionalismo revolucionario
El eje de esta línea ideológica era el carácter nacional de la Revolución, entendida como culminación de las luchas históricas contra la dominación colonial y semicolonial. Frente a los socialistas y comunistas que predicaban una reforma o revolución democrático-burguesa para superar el atraso feudal, la izquierda nacionalista concebía una revolución antimperialista, dirigida ante todo a romper las ataduras externas. En ella podían concurrir sectores burgueses y del ejército, pero debía basarse primordialmente en las masas trabajadoras, a las que era necesario infundir una perspectiva socialista. “El nacionalismo toma las únicas formas que puede tomar hoy en día: formas socialistas” escribía Cooke a Perón a propósito del caso de Argelia[7].
Ramos invocaba “la tradición de un nacionalismo democrático revolucionario” en la cual se insertaba su partido levantando las banderas del socialismo, lo cual suponía un salto cualitativo respecto al nacionalismo meramente defensista. No obstante esas ostensibles diferencias, un periódico nacionalista conservador acusó de plagio a la izquierda nacional, afirmando que su bagaje, desde el revisionismo histórico hasta el examen de los hechos económicos, estaba “calcado del nacionalismo” en una “laboriosa adaptación”[8].
Recíprocamente, al comentar Revolución y contrarrevolución de Ramos, Hernández Arregui saludaba su lograda aplicación del método marxista y, anticipándose al reclamo de lo que el autor “les debía” a los historiadores rosistas, enrostraba a éstos cuánto había en sus trabajos de “aplicación subrepticia y parcial de los supuestos metodológicos del materialismo histórico”.
Hernández Arregui sostenía que “hay un nacionalismo reaccionario y un nacionalismo revolucionario”, entre los cuales marcaba diferencias tajantes, citando por analogía el aserto de un dirigente negro norteamericano de que “el nacionalismo blanco es lo contrario del nacionalismo negro”. El autoritarismo del nacionalismo de derecha, observaba, lo llevó a identificarse con el fascismo. Aunque ponderaba la labor de los historiadores revisionistas y la exaltación de la cultura nacional a partir de la saga del gaucho en Lugones, denunciaba los prejuicios racistas y clericales en esta tendencia y su paradójica inspiración en teorías extranjeras como las de Charles Maurras y Thierry Maulnier.
El nacionalismo de las grandes potencias y de los ideólogos europeos, alegaba, era de índole diferente al de los países coloniales. Aquél pretendía conservar naciones segregadas, en tanto el nacionalismo iberoamericano requería trascender los aislamientos regionales. Autores como Fichte se dirigían al pueblo alemán a través de las clases altas; pero en Iberoamérica era inútil interpelar a las oligarquías, que veían en el pueblo a su enemigo.
“La etapa nacionalista es inevitable. Pero este tramo, en los países coloniales que recién entran en él, es distinto al que han recorrido en el siglo XIX naciones como Alemania o Italia. Y por tanto, tal distingo en nuestra realidad americana pide una interpretación distinta.”
El nacionalismo de masas, propio de los pueblos dependientes, según los términos de Hernández Arregui, luchaba para liberar “una patria interminada”. Había que arrancar la capa superficial de “la cultura aparente”, fruto de la colonización educativa, para exhibir la cultura del pueblo -“las entrañables tradiciones del país, sus costumbres heredadas, que son creaciones colectivas, la fidelidad al suelo”, “sus hábitos de pensamiento y sus modos de sentir”- como un momento necesario, premonitorio, en el “tránsito racional hacia la liberación del coloniaje” [9].
Astrada -a quien Hernández Arregui reprochaba incursionar de manera “casi” abusiva en las brumas metafísicas para llegar al meollo de lo real- había expresado los mismos ideales, clamando por preservar “el carácter de un pueblo”, su idiosincrasia y autonomía, conquistar “una progresiva conciencia nacional” en la fidelidad al propio destino de los argentinos, “realzarlo en las creaciones del arte y la poesía, esclarecerlo en el pensamiento filosófico, abrirle cauce en la ciencia y en las instrumentaciones de la técnica, dentro de las estructuras sociales de una comunidad justa y libre” para promover “la continuidad de nuestra estirpe” [10].
Puiggrós descalificaba al nacionalismo reaccionario inspirado por “el miedo y el odio” al movimiento obrero, confiando en la fuerza de un nacionalismo popular, “proletario”, que no era antagónico al internacionalismo, pues su realización completa desembocaría en el mismo, al conducir a “la unidad de la especie humana” [11].
Es sugestivo acotar que Astesano, en su trayecto hacia una cada vez más acentuada heterodoxia, llegó a afirmar que el materialismo histórico, centrado en la lucha de clases, no concedía un lugar suficiente a la lucha de comunidades como los pueblos y las naciones, por lo que proponía otro método: el “nacionalismo histórico”, dado que el nacionalismo era la cuestión principal a la que debían subordinarse las contradicciones de clases[12].
Los expositores de esta corriente coincidían en condenar el seguidismo pro soviético y las manipulaciones del internacionalismo proletario, si bien existían disonancias entre Ramos, Rivera y los que, en la línea trotskista, repudiaban la desvirtuación de la Revolución Rusa por la “burocracia soviética”, y quienes, como Cooke, Hernández Arregui y Puiggrós, veían con mayor benevolencia la política de la URSS y valoraban su apoyo a las revoluciones del Tercer Mundo. En general todos aprobaron el giro “tercerista” de China, donde Mao amalgamaba su propia versión marxista con la milenaria cultura oriental.
Hacia un pensamiento americano
La izquierda nacionalista denunciaba un fenómeno de trastrocamiento de las ideas que cruzaban el Atlántico, por el cual a menudo lo que era progresivo para Europa se tornaba regresivo en América, y viceversa. Frente a los equívocos irremediables de esas ideologías de importación, lo que hacía falta era fundar nuestra propia visión del mundo.
Manuel Ugarte fincaba en la doble raíz hispánica e indígena la originalidad americana y la posibilidad de otra cultura: “la promesa de una nueva modalidad humana, de un pensamiento distinto dentro de los valores universales” [13].
Astrada rechazó de plano las ideas de Sarmiento, así como la “artificiosa aclimatación de las formas externas de una civilización de trasplante” que achacaba a la oligarquía imitadora, servil al capitalismo extranjero. Encontraba un prospecto de pensamiento emancipador en Moreno, Belgrano, San Martín y Monteagudo, en Juan María Gutiérrez, en los atisbos de Echeverría y Alberdi donde se advertía la influencia de Herder, y sobre todo en las claves poéticas del Martín Fierro de Hernández. El camino no era la copia, sino “la adaptación y aplicación de las ideas y concepciones europeas en función de las necesidades de la sociedad latinoamericana”. Contra la afirmación de Hegel de que las antiguas culturas de este continente “tenían que sucumbir” ante el “Espíritu” universal, argumentaba que esta última abstracción
“no ha sido ni podía ser un principio determinante de la cultura que se viene gestando en Latinoamérica, cuyo paideuma está penetrado por lo telúrico y por el aliento imponderable del milenario pasado cultural amerindio. Del encuentro y conjugación de estos factores condicionantes y los valores sociales de la cultura universal surgirá, con una organización social basada quizá en una integral democracia de bienes, una Weltanschaung (cosmovisión) propia, como expresión de una forma de vida diferente de la occidental” [14].
Puiggrós cuestionó el tratamiento habitual de la realidad americana como resultado de relaciones puramente externas, punto de vista que colocaba a las grandes potencias como transmisoras activas de civilización y a los pueblos atrasados como receptores pasivos, subestimando la función determinante de las causas internas.
“No es que las causas externas dejen de tener influencia, a veces primordial... El error consiste en colocarlas en el lugar correspondiente a las causas internas, en diluir éstas al no presentar más que aquéllas, en no ver que las causas externas actúan sobre un fondo o base ya creado por las causas internas. Las causas externas intervienen en los cambios sociales por intermedio de las causas internas en la medida que estas últimas se lo permiten”.
Puiggrós criticaba los estragos que había hecho entre los marxistas el diletantismo de José Ingenieros, en cuya sociología “los altibajos de la historia argentina vendrían a ser el reflejo empequeñecido y tardío, casi una caricatura, de la lucha entre reacción y revolución en Europa”. En cambio rescataba de Ricardo Rojas, pese a su historicismo idealista, las sugerencias de “no vestir prestadas formas de Europa”, sino asimilar la cultura universal “buscando en la propia vida americana las normas que convienen a nuestra capacidad creadora”.
La explicación de la realidad por las causas externas, el culto a la “universalidad” y la incapacidad de ver “lo singular” había llevado a los “comunistas fideístas” a creer en “la revolución exportada”, y también a la teoría de la “reacción exportada”: la URSS exportaba revolución proletaria, Alemania exportaba nazifascismo, y nuestro país quedaba “librado a la suerte de la importación”. Así era cómo, ignorando la cuestión nacional, socialistas y comunistas, igual que los liberales, no habían podido entender al peronismo. Para Puiggrós, la emancipación en Argentina era parte de la liberación de la humanidad, pero en concreto sólo podía inteligirse su sentido atendiendo al proceso de las causas internas[15].
La tarea que Hernández Arregui emprendió fue, ateniéndonos a sus palabras, “la construcción de una imagen del país opuesta a la visión europeísta de la cultura”. Este propósito racional se cimentaba en un sentimiento de amor e identificación con el interior, con el arte popular, con la realidad profunda del continente en la que germinaba “la autoconciencia de la nación”. Frente al “engendro espiritual” del país enajenado, sostenía que “sólo una filosofía independiente de Europa puede interrogar y traducir la realidad nacional en gestación”. Lo planteaba en futuro, pues los pueblos colonizados sólo podían dar “una filosofía bastarda, superflua, marginal”. Pero el espíritu nacional vivía en las masas, y los intelectuales debían beber de esas fuentes para producir “un pensamiento original” [16].
Con intención semejante, Astesano se empeñaría en elaborar una síntesis comprensiva de la historia de América, retomando la preocupación de Darcy Ribeiro por centrar en esta realidad el enfoque de la evolución social universal.
La revisión histórica
Otro aporte perdurable de estos autores fue la reinterpretación de la historia argentina en el contexto sudamericano, refutando ante todo la historiografía liberal mitrista y sus versiones de izquierda, pero discrepando también con el revisionismo rosista.
Siendo diputado, Cooke había impugnado el falseamiento oligárquico del pasado como cobertura de “la tremenda entrega económica del país”, resaltando el sentido de la batalla ideológica para establecer la verdad y reivindicar las luchas y los caudillos de las masas populares contra los dogmas históricos y económicos que servían al imperialismo[17].
Ramos argüía la filiación hispánica del liberalismo de la revolución de Mayo, fruto de la escisión de “las dos Españas” y -citando a Puiggrós y José María Rosa- reivindicaba el Plan de Operaciones de Moreno, expresión del “jacobinismo sin burguesía” que resultó derrotado en el reflujo contrarrevolucionario. Exponía la centralidad del conflicto entre el interior mediterráneo y los intereses mercantiles porteños, dilema ante el cual el litoral ganadero vacilaría pactando con la ciudad-puerto. Justificaba la rebelión de Artigas, así como a las montoneras y los caudillos gauchos, enfrentando a los unitarios rivadavianos; denunciaba la creación del Estado-tapón del Uruguay como parte de las agresiones neo-colonialistas, y juzgaba con cierto equilibrio el rol de Rosas: aunque “rechazó las exigencias del comercio importador y del capital extranjero”, no logró “una nueva base de sustentación acorde con el desarrollo mundial del capitalismo”, pues su nacionalismo estaba condicionado por la clase saladerista en cuyos límites se movía [18].
Vivian Trías, comparando la política agraria y las ideas económicas de Rosas con las de Artigas, coincidía en marcar esa limitación del rosismo que, no obstante jaquear y combatir con eficacia la “satelización colonial”, no logró romper la dependencia de los estancieros respecto a los intereses británicos, incubando así su propia derrota [19].
Astesano, menos reticente, desarrolló la noción de Ramos de que Rosas “fue la primera expresión capitalista en la Argentina” y lo caracterizó como pionero de una burguesía nacional, propulsor de un capitalismo basado en la organización productiva de la estancia, el trabajo asalariado, el desarrollo del transporte fluvial y la protección de las economías regionales [20].
Astrada, aunque se refirió con desdén a los caudillos federales y censuraba sin ambages a Rosas, hacía una importante salvedad:
“Caseros, en la petit histoire argentine, es la Troya -por lo del caballo- de la frustración argentina, pues es necesario disociar entre la caída inevitable y necesaria de Rosas, y la instrumentación de ella, digitada por el extranjero y en beneficio de los intereses foráneos”[21].
El relato de Ramos sobre la etapa de la “organización nacional” exhibía las defecciones de Urquiza y las agresiones de Mitre contra el interior y el Paraguay, apoyándose en Alberdi. Matizaba el retrato del “loco” Sarmiento reconociendo su “amor por la cultura”, aunque este sanjuanino “transigió sistemáticamente con la oligarquía porteña para poder vivir y expre-sarse”. Era benevolente con Avellaneda por su simpatía con las posturas industrialistas, y sobre todo con Julio A. Roca, a quien describía como líder de una reacción de los grupos burgueses provincianos, que hizo un gobierno laicista y progresista, si bien terminaría “incrustado” en el sistema oligárquico[22].
Spilimbergo compartía la visión de Ramos, y Alfredo Terzaga fue aún más entusiasta en su biografía de Roca. Sin embargo, esta interpretación era rechazada por otros autores. Hernández Arregui coincidía con Ramos acerca del influjo del liberalismo español en la emancipación y el juicio sobre Rosas, pero discrepó con su versión del roquismo: “Roca, en última instancia, fue absorbido por la oligarquía y nunca dejó de ser su representante” [23].
Puiggrós ahondó en una amplia revisión de la historia argentina y de la región del Plata, incluyendo la conquista y la colonización española. Su caracterización del sistema económico de la colonia como “feudal” lo involucró en una resonante polémica con André Gunder Frank y otros historiadores de izquierda, que si contribuyó a elucidar los modos de producción en la formación americana, también mostraba las dificultades de las categorías clásicas marxianas para explicar la dualidad colonial.
El cuadro que trazó Puiggrós de la revolución de 1810 hacía hincapié en el Plan de Moreno y la lucha federal de Artigas. Su análisis de la contradicción del interior con el puerto y de las guerras civiles no se apartaba demasiado del revisionismo nacionalista, pero sus apreciaciones sobre Rosas establecían sensibles distancias: el federalismo rosista, decía, no fue más allá de la defensa de la autonomía de la provincia que poseía el puerto único, instrumento del avasallamiento de las demás; el dictador tiranizó al pueblo, reduciendo el presupuesto de la educación para aumentar el de la policía; “la patria de Rosas no era la nación sino la estancia”. En cuanto al “roqui-juarismo”, juzgaba que su liberalismo anticlerical no podía disimular que “practicó la política de los grandes terratenientes y del capital extranjero” [24].
[1] J. J. Hernández Arregui, Nacionalismo y liberación, 1969, p. 68-71, 31 y ss.
[2] R. Puiggrós, Historia crítica de los partidos políticos argentinos, 1986, p. 30-31; El proletariado en la revolución nacional, 1958, p. 41 y ss.
[3] J. A. Ramos, La lucha por un partido revolucionario, 1964, p. 109 y ss.
[4)J. E. Spilimbergo, Juan B. Justo y el socialismo cipayo, s/d, p. 45, 15, 46-47; La revolución nacional en Marx, s/d.
[5] Citas de Cooke en N. S. Redondo, El compromiso político y la literatura, 2001, p. 133 y ss.
[6] Hernández Arregui, Nacionalismo y liberación, 1969, apéndice.
[7] Perón/Cooke, Correspondencia, 1984, p. 219.
[8] Periódico Azul y Blanco, en A. Methol Ferré, La izquierda nacional en la Argentina, s/d, p. 39-42.
[9] Hernández Arregui, La formación de la conciencia nacional, 1973, p. 484-485; Nacionalismo y liberación, 1969, p. 97-100 y 189-198.
[10] Hernández Arregui, La formación de la conciencia nacional, 1973, p. 215. C. Astrada, El mito gaucho, 1972, p. 151.
[11] Puiggrós, El proletariado en la revolución nacional, 1958, p. 35-48.
[12] E. B. Astesano, Nacionalismo histórico o materialismo histórico, 1972, p. 202-206.
[13] M. Ugarte, La reconstrucción de Hispanoamérica, 1961, p. 9.
[14] Astrada, El mito gaucho, 1972, p. 1, 25, 75, 139 y ss, 85 y ss, 137.
[15] Puiggrós, Historia crítica de los partidos políticos argentinos, 1986, p. 11, 16 y ss, 32 y ss.
[16] Hernández Arregui, La formación de la conciencia nacional, 1973, p. 50; Qué es el ser nacional?, 1963, p. 260 y ss.
[17] Homenaje a Adolfo Saldías (1949), en R. Gillespie, J. W. Cooke. El peronismo alternativo, 1989, p. 104-109.
[18] Ramos, Las masas y las lanzas. 1810-1862 (vol. 1 de Revolución y contrarrevolución en la Argentina), 1973, p 19 y ss, 31 y ss, 75 y ss, 160 y ss.
[19] V. Trías, Juan Manuel de Rosas, 1974, p. 99.
[20] Ramos, Las masas y las lanzas, p. 149. Astesano, Rosas. Bases del nacionalismo popular, 1960.
[21] Astrada, El mito gaucho, 1972, p. 148.
[22] Ramos, Del patriciado a la oligarquía. 1862-1904 (vol. 2 de Revolución y contrarrevolución en la Argentina), 1973, p. 171 y ss.
[23] Hernández Arregui, La formación de la conciencia nacional, 1973, p. 480-481.
[24] Puiggrós, Rosas, el pequeño, 1944; Historia crítica de los partidos políticos argentinos, 1986, p. 137.
lunes, 11 de agosto de 2008
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