jueves, 30 de abril de 2009

Los que hacen la tarea

Por José Pablo Feinmann - Noviembre del 2007

No todas las tareas son iguales, no todas entregan a quienes las hacen la misma retribución, el mismo cálido, honorífico reconocimiento. Todo hombre desea ser reconocido. Incluso Hegel dijo que en eso consistía la historia humana: en el deseo de ser reconocido por el Otro. Pero, en la polis, hay reconocimientos que se retacean porque otorgarlos revelaría aspectos sombríos, incómodos. Hay tareas sucias. No todos están dispuestos a hacerlas porque no todos se atreven al verdadero sacrificio por la patria, acaso al más grande: al oscuro, al secreto, al que nadie ponderará. Hacia fines de 1974 la Argentina era un campo de batalla en el que la vida se tomaba ligeramente, con liviana crueldad, porque nada valía. Creo, seriamente lo creo, que debo decir por qué estoy metiendo al lector en una historicidad amarga, de recuerdo doloroso. Ando, desde hace tiempo, preparando materiales para un libro sobre la historia del peronismo. Se trataría, en lo posible, de reflexionar acerca de los materiales que van surgiendo. A esta reflexión sobre los hechos (y a otros elementos que se le suman) se le podría dar el nombre de Filosofía política. Pero esto es lo de menos. La cuestión –lo que aquí interesa– viene por otro lado. Hay un acopio de materiales y ese acopio exige meterse entre papeles, documentos y hasta hablar con algunas personas, preguntarles qué hacían durante el año, digamos, 1953 o 1956 o 1974. Detengámonos aquí, en este año, en 1974. Aquí es cuando la Argentina era un campo de batalla: el 1o de julio muere Perón. El 4 de julio la presidenta (la heredera de Perón, la vice que él se puso y que ahora gobierna, Isabel Martínez) confirma a López Rega como su secretario privado. Mala noticia para muchos: nadie ignoraba que López Rega manejaba la organización terrorista Triple A, que era un ejército de mercenarios que mataban sin cesar, y deseaban por tal motivo la caída del secretario de la presidenta. No: ella lo confirma. También mataba la guerrilla. Mataba tan irracionalmente como para matar a Arturo Mor Roig, que había sido ministro del Interior de Lanusse. El 31 de julio la Triple A mata a Rodolfo Ortega Peña, un hombre brillante, un notable historiador, un estilista. El ERP secuestra al mayor Larrabure. En septiembre el siniestro brigadier Lacabanne asume como interventor en Córdoba. Es un hombre comprometido con la Triple A, uno de los suyos, un asesino. Atilio López, un tipo bueno, un auténtico negrazo peronista, con bigotes, panza, cordobés, derrocado malamente por algo que se llamó el “Navarrazo”, recibe entre ochenta y cien balazos de la Triple A. Ni la cara le dejan. Sucede el 16 de septiembre, aniversario de la Revolución Libertadora. Al día siguiente asume un nazi en la Universidad de Buenos Aires, Alberto Ottalagano, más cercanamente recordado porque hizo el saludo hitleriano en medio de la campaña de Luder, en el ’83. Los Montoneros secuestran a los hermanos Born. Matan al médico policial Alejandro Bartosch. La Triple A mata a Julio Troxler, uno de los dos o tres que se habían salvado de la “operación masacre” de José León Suárez, en el ’56. Matan a Silvio Frondizi. En octubre, el ERP 22 de Agosto mata a Jordán Bruno Genta, un nacionalsocialista nativo que enseñaba a los militares las doctrinas del Führer alemán. Los Montoneros matan a Villar, policía formado por la OAS y la Escuela de las Américas, colocado por Perón en el más alto escalón de la Policía Federal. Montoneros roba y luego devuelve el cadáver de Aramburu. El ERP, en Tucumán, mata al capitán Viola y a su hija de tres años, otra queda malherida. En diciembre, el ERP 22 de Agosto mata a Carlos Sacheri, un profesor de filosofía, hombre de la derecha argentina que dictaba clases a los militares. Estos eran los tiempos. Durante ellos, en una revista de nombre Carta política, a fines de 1974, un periodista, que también daba cursos a los militares, con un estilo cuidadoso, con una prosa de una precisión, de una minuciosidad admirables, publica un texto (él es el director de la publicación) que titula: Meditación del elegido.

No se trata de un “artículo periodístico”. De eso que se llama una “nota”. Ni siquiera es un “editorial”. Es mucho más: es una meditación. Palabra venerable que remite a la filosofía y, muy especialmente, a la religiosidad. Tiene un aire medieval, tomista, que impone respeto, cierta distancia, la distancia de lo sereno, de la cautela, no el apresuramiento de lo periodístico, sino la hondura del silencio recoleto, austero. El efecto escalofriante del texto se produce por la austeridad del estilo y los hechos criminales a los que alude. Pocas veces el asesinato fue reclamado con tanto ascetismo, bajo la forma serena pero poderosa de una plegaria laica.

El autor del texto es Mariano Grondona, largamente conocido en este país. Tomaremos sólo algunos párrafos de su homilía. El “elegido” es José López Rega, el ministro de Bienestar Social, creador, junto con el comisario Alberto Villar y bajo la mirada insoslayable de Juan Perón (no podía “no saber” lo que se hacía bajo sus propios ojos, participara o no de los hechos), de la Triple A. La organización había actuado sin desbocarse en vida de Perón, aunque realizara acciones terribles y hasta espectaculares. Perón, además, hizo tomar los datos de la periodista Ana Guzzeti, quien se atrevió a preguntarle si actuaban fuerzas parapoliciales en el país. A partir de la muerte del viejo líder la Triple A se entregó a una matanza incontenible. Muchos, gente del establishment, militares, sindicalistas, habitantes aterrorizados de todo el país, pidieron o desearon la caída de López Rega, sabiéndolo el líder de los asesinos. Alguien, no obstante, surgió para decir cautamente: “La caída, que muchos desean, entrañaría peligros”. Fue Mariano Grondona en su revista Carta política. Un liberal, un hombre de la democracia, un hombre del riñón oligárquico, un ideólogo de las Fuerzas Armadas, sale a defender a un fascista muñecoide, a un patético Adolf Hitler de opereta, un monje umbandista, un tipo que sólo parecía ser útil para masajear la próstata del General, a quien llamaba “Faraón”. Describe como “serie de desenvolvimientos” los actos que López ha promovido. Dice que los mismos “se aprueban en voz baja y se critican en voz alta”. Le encuentra, a López, una “estirpe”: “De la estirpe de los Ottalagano y los Lacabanne, José López Rega es uno de esos luchadores que recogen, por lo general, la ingratitud del sistema al que protegen”. Dura tarea la de López: tiene que ordenar muertes, torturas, desapariciones y nada puede esperar. El bronce será para otros. “Hay hombres (se lee en la Meditación) cuyo destino es hacer la tarea. Otros tienen la vocación de coronarla.” Observemos la justeza de la prosa. Dos frases breves. Cada una dice lo suyo. Una habla de un “destino” y de una “tarea”. El “elegido” es el que –precisamente– ha sido “elegido” para la “tarea”. Debemos respetar su soledad, su sacrificio austero: no busca la gloria, esa coronación que la segunda frase menciona. No quiere ser coronado, sólo quiere cumplir. Cumplir con el destino para el que ha sido elegido. Muchos quieren librarse de él. No entienden las sinuosidades de la Historia. Hay grandes hombres que coronan grandes sucesos. Hay pequeños hombres que les preparan el camino haciendo el trabajo sucio, sólo les queda la poética de las zanjas, el amontonamiento de cadáveres clandestinos. “López Rega” (sigue meditando el meditador) “cumple al lado de la presidenta el papel de meter la mano en tareas antipáticas (...) Sería por lo menos arriesgado prescindir, hoy, de este servicio”. Pocas veces –insistamos en esto– la muerte fue requerida con tan buena prosa. Durante esos días las listas de la Triple A eran groseras, toscas. La revista El Caudillo, que dirigía un matón de nombre Felipe Romeo, decía, antes de que Ortega Peña fuera asesinado, que los “buenos peronistas” ya tenían una bala para él. O también: “El que le teme a la Triple A por algo será”, frase que haría historia en la Argentina del Proceso, que coronó los esfuerzos de López, sobredimensionados hasta lo monstruoso. Lejos de toda esta chatarra deslenguada y patotera, gangsteril, la Meditación de Grondona fue el apoyo más elegante que López Rega pudo haber recibido. Difícil saber si el “elegido” la valoró adecuadamente. Era muy tosco el hombre, un matarife sin grandeza, sólo un clown sanguinario. Sin embargo, fue el exacto hombre que en ese momento la Historia requirió para “hacer la tarea”, fue “el elegido”. No dejó de advertirlo Grondona. Quien, como vemos, también supo siempre y también sabe ahora “hacer la tarea”.
................................................................

Perseveremos en la Meditación del elegido, ese texto de 1974, por medio del cual el director de la revista Carta Política, que lo publicó, dedica una homilía laica, una “meditación”, para respaldar a quien, en ese momento trágico del país, estaba haciendo las tareas sucias, las que muchos criticaban en público pero aplaudían en privado porque eran necesarias. Las “tareas sucias” radicaban en asesinar a milicianos de la guerrilla, a militantes políticos como Julio Troxler, a “perejiles de superficie”, a sindicalistas como Atilio López o a intelectuales como Silvio Frondizi y Rodolfo Ortega Peña. Esa tarea en ese momento la protagonizaba José López Rega, el “elegido”. El autor de la “meditación” era Mariano Grondona. Sabía, Grondona, que ni bien López librara al establishment de todos los que tenían que morir, que ni bien coronara su tarea sucia, ellos, los dueños de la Argentina, habrían de librarse de él. Actuaba, salvando las grandes distancias, como la aristocracia alemana con Hitler: “Dejemos al torpe cabo de Bohemia matar a todos los comunistas. Luego nosotros, que somos Alemania, lo pondremos en su lugar”. Pero Hitler les resultó incontenible y llevó a Alemania a un ocaso wagneriano sin violines ni bronces, sino con metralla, muertos incontables en Dresden y larga humillación para la patria de Hegel y Goethe. No ocurrió lo mismo con López. Inició la guerra sucia contra la guerrilla, les lanzó a sus parapoliciales, que eran feroces, y después, cuando hubo que profundizar y racionalizar la matanza, tarea que requería a las Fuerzas Armadas y no a un lacayo de un general enfermo y extraviado, lo expulsaron del país. El hombre que se creyó dueño de la Argentina, de la vida y de la muerte, el terror de la guerrilla y sus ideólogos, tuvo que irse sin pena ni gloria. Nadie le agradeció los servicios prestados, los cuales, sin embargo, fueron muchos: Atilio López, Ortega Peña, Julio Troxler entre innumerables más. Le gustaba la muerte a Lopecito y le gustaba matar. Le gustaba hacer listas con los nombres de los que habrían de morir. Le gustaba importar armas novedosas, de alta efectividad, infalibles. Lo dejaron hacer hasta donde fue necesario. Hasta que el gobierno de la señora de Perón se desmoronara, se hundiera en su propia ineficacia, en las zanjas de su propia barbarie. No dejó de advertirlo Roberto Santucho: en julio de 1974, el mismo, desdichado día en que la Triple A mataba a Ortega Peña, dijo que los militares se preparaban para el golpe, que se apropiarían del gobierno no sin antes dejarlo chapotear en el desprestigio, dejar que Lopecito se quemara, que la sociedad lo viera como un matarife desaforado, sin límites –y con él a la manipulable presidenta– para luego presentarse ellos como los garantes de la “gobernabilidad”, de la “racionalidad estamental” que garantizaría el orden y, con el orden, el camino a una verdadera democracia republicana. Mentían. Ya estaban construyendo los campos de concentración. Santucho, en su momento, les daría a los militares un poderoso motivo para el golpe: el asalto a la guarnición de Monte Chingolo (que costó demasiadas vidas de jóvenes militantes arrojados al delirio, impulsados a morir por el narcisismo revolucionario de su jefe, quien se jactaba de implementar un ataque guerrillero “mayor que el asalto al Moncada”) sirvió en bandeja de plata la oportunidad del golpe: ya no se podía esperar más. Videla larga su famosa advertencia: en 90 días habría de actuar. Isabel aprovecha e ilegitima al Partido Auténtico, cuyos integrantes –¡que habían entregado para confeccionar las listas electorales todos sus datos, sus domicilios, su documentación!– fueron barridos por los grupos parapoliciales ya con predominio abiertamente militar a esta altura. López se había ido. La masacre pasaba a manos más expertas. La racionalidad del Mal se instauraba en el país.

¿Por qué Grondona defendió a López? Porque, como ideólogo del sistema de la oligarquía agraria y ganadera, de la Iglesia, de la oligarquía financiera empresarial y de la guerra que el Occidente cristiano libraba contra la penetración marxista en el continente, habría de defender a todo aquel que, en el momento que fuera, encarnara la lucha por esos valores. A fines de 1974, no podían aún encarnarla los militares. Estaba López Rega. Estaba dispuesto a la tarea sucia. Grondona, pues, lo respaldó. El, ahora, era su hombre. Impresentable tal vez, pero necesario. En ese monje esotérico, en ese clown risible, el Occidente cristiano tenía su aliado irremplazable. Era 1974 y era la hora de las bandas. López comandaba la banda que llevaría a los militares al poder, que limpiaría de zurdos, de comunistas el camino. Por eso, en esa exacta, precisa coyuntura de la historia, el “elegido” fue él. Luego vendrían los naturalmente elegidos, los dueños auténticos de la patria, los de siempre. Años después, durante el gobierno de Menem, Grondona ensayó buenos modales, hizo su papel de hombre democrático arrepentido de sus excesos autoritaristas de ayer. Muchos le creyeron. No le crean. No bien sea necesario volverá a ungir a un “elegido”. Puede ser un economista neoliberal, un militar dialoguista, uno de extrema dureza o un payaso sangriento pero efectivo, que sepa allanar el camino. El camino es lo que él llama “democracia liberal de mercado”. Por ella, cualquier cosa.

No hay comentarios: