Las marchas y contramarchas del Ministro de Economía no se comparecen con un manejo racional del tema - 24/09/2004
LA INEXPLICABLE DECISIÓN SOBRE EL I.V.A.
por Salvador Treber
Profesor de Postgrado-F.C.E.-U.NCBA.
El decano entre los Premios Nóbel de la especialidad, Paul A. Samuelson, en su clásico Manual de “Economía” -autoría que comparte con William D. Nordhaus, 14º Edición pág. 397- se refiere específicamente a “La Revolución Fiscal de los Años Ochenta” ocurrida en Estados Unidos.
En tal sentido menciona que en ese período “...se fraguó una serie de reformas fiscales con la radical legislación aprobada tanto en 1981 como en 1986”; cuya inspiración y concreción, según lo señala enfáticamente, fue la principal característica de “la década conservadora”. Se inició durante la presidencia de Ronald Reagan y tuvo continuidad en la posterior de George Bush (padre).
El fundamento téórico era la denominada teoría “ofertista” y su principal expositor Arthur Lauffer. Consistía en priorizar los aspectos microeconómicos como factores decisivos y relegar, a un segundo plano, las medidas macroeconómicas que se manejan mediante las políticas monetaria, cambiaria, fiscal y de ingresos.
Para la referida tesis, lo importante era potenciar al máximo la productividad y eficiencia de las empresas; adjudicando al Estado la misión de coadyuvar a bajar sus costos y el acceso a insumos y servicios al menor precio posible. El circuito “virtuoso” se cerraba disminuyendo los tributos para que los demandantes pudieran disponer de un ingreso creciente que respondiera positivamente a los atractivos de esa oferta.
Como consecuencia directa de ello, se encaró una primera reducción de los impuestos federales vigentes en 1981. Con ese objetivo descendieron las diversas escalas de imposición a la renta personal en un 25%, pero los resultados no fueron los esperados. El examen de éstos, los llevó a la conclusión que no se cumplió con las expectativas porque se requería un ajuste mucho mayor para que la tesis “ofertista” diera los frutos buscados.
A estas circunstancias obedecieron las resueltas en 1986, que llevaron la tasa marginal de la imposición personal a la renta máxima del 50 al 28 por ciento y en las sociedades del 46 al 34 por ciento. Las diferencias mencionadas ponen en evidencia la importancia de las rebajas introducidas y la confianza que se tenía en ese planteo. Se suponía, al liberarse fondos en una magnitud tan grande, a favor de los particulares, que con ello se inyectaría una “ola” compradora que impulsaría en alta medida la actividad general. En consecuencia, con impuestos más bajos, crecería la recaudación.
En la realidad, los pronósticos no fueron ratificados por los hechos; pues no se logró el efecto buscado y el desequilibrio del presupuesto federal se hizo cada vez mayor. El déficit, que en 1980 ascendía a u$s 68.8 miles de millones, comenzó una rauda carrera que culminó en 1993, cuando llegó a u$s 326.8 miles de millones; todo lo cual, obligó a cubrirlos con crédito y los intereses pagados pasaron de representar del 6 al 16 por ciento del gasto público total. Le tocó a la Administración Clinton conjurar la situación y lo hizo, además de eliminar exenciones, incrementando en un 20.0% la carga tributaria, pero solamente al quintil de la cúspide; es decir el de los más ricos. Ya en 1984 el déficit había descendido a u$s 226.5 miles de millones; en 1998 se había revertido arrojando un superávit de u$s 54.4 miles de millones; y al transferir el gobierno a George Bush (hijo), el mismo llegaba a u$s 150 mil millones.
La Administración de éste volvió a las andadas y decidió reintegrar -a esa franja de contribuyentes de la cúspide- lo que “le habían cobrado demás”¸ reduciendo nuevamente el nivel de las alícuotas marginales máximas. Sin considerar los gastos que ha provocado la invasión y ocupación de Irak, en solo cuatro años de su gestión, se han batido todos los records; pues el resultado negativo del ejercicio -que cierra el 30 de este mes- se estima rondará los u$s 500 mil millones. En resumen: la historia de estas dos grandes rebajas impositivas, cosecharon sendos y rotundos fracasos. Los integrantes de la Unión Europea y Japón, durante los tres últimas décadas, han sido mucho mas prudentes. Introdujeron variantes graduales y de proporciones muy inferiores que han procurado mantener sin cambios sustanciales el diseño de sus respectivos sistemas tributarios. Alemania, por ejemplo, resolvió disminuir la alícuota marginal máxima del 52 al 45 por ciento en un lapso de cinco años. La preocupación es darle permanencia a las “reglas de juego” y no aceptar presiones o sugerencias de sectores interesados. El diseño de las reformas introducidas, se han dejado en manos de equipos altamente especializados que sopesan necesidades presentes y futuras. Ello ha evitado que, pese a los cambios políticos habidos en muchos de los quince integrantes de la Unión Europea, no hayan generado contradictorios “bandazos”; como los que han caracterizado a Estados Unidos desde 1980 en adelante.
El tratamiento del I.V.A. en el mundo.
La generalización de esta modalidad de imposición al consumo no ha llegado a la primera potencia mundial; único país del OCDE que no lo adoptó. El primero que lo introdujo fue Francia para sustituir el que recaía sobre las transacciones brutas en las diversas etapas. Al constituirse el Mercado Común Europeo, se aplicó en forma progresiva por todos sus integrantes, siendo Italia y el Reino Unido los más renuentes. Se adjudica a este instrumento una buena parte del grado de integración logrado en el área.
Esta adopción generalizada no significa que hayan equiparado las tasas que rigen en cada uno de ellos; pues se han reservado la facultad de fijar una o más tasas generales y diferenciales. Corresponden a Suecia y Dinamarca las más elevadas (25.0%), le sigue Finlandia con 22.0% y en los sucesivos escalones descendentes, Bélgica con 21.0%; Italia y Austria, 20.0%; Francia, 19.6%; Reino Unido y Grecia, 18.0%; Alemania y España, 16.0%
De dichas experiencias internacionales hay mucho por aprender. Entre ellas, que los alimentos y medicamentos, son objeto de una consideración especial por su fuerte impacto en la economía familiar. Las alícuotas difieren, pero siempre son inferiores: van del 4.0 al 10.0% según el país o los productos que comprenden. En todos los casos, implican reducciones superiores al 50.0%.
En Argentina, al implementarse el I.V.A. -en 1975- la Ley Nº 20.631, en su artículo 32º, facultaba al Poder Ejecutivo reducir la tasa general (13.0%) hasta en un 50.0% cuando se tratara de “...promover u orientar la actividad económica o cuando sea conveniente para contener aumentos en los precios de los artículos de primera necesidad en le mercado Interno”. Este tratamiento se concretó para alimentos y medicamentos; posteriormente dichos rubros llegaron a estar totalmente exentos.
El Gobierno del Proceso, mediante la Ley Nº 22.294 (B.O. 06/10/80), volvió atrás dicho criterio en forma rotunda. Los argumentos de la Nota de Elevación al Presidente, sugestivamente suscripta por quiénes muy poco conocían del tema -los generales Albano Harguindeguy y Llamil Reston, además de Juan R.Amadeo- son suficientemente reveladores y no necesitan ningún comentario adicional. Dicen que “El impuesto al valor agregado está estructurado para ser aplicado en forma generalizada. Las exenciones generan problemas administrativos y económicos de difícil solución...en comercios que venden artículos gravados con dicho impuesto y otros no gravados, como es el caso actualmente de los comestibles, el control se hace extremadamente difícil.” Agregan sobre el particular que “...las exenciones generan distorsiones de diversa índole” y “la distorsión de precios relativos a que lleva, influye en la demanda y por ende, en la estructura productiva en forma muchas veces no deseada”.
Surge con claridad que han primado razones de tipo administrativo, que se refleja en la permanente presión “simplificadora”. Los objetivos de tipo social, como es el caso de aliviar la carga sobre los componentes de la “canasta familiar”, se califican de “distorsión de precios relativos” y, justamente en ese momento, se elevó la tasa general del 16 al 20%.
Actualmente las exenciones tienen estrictas limitaciones. Incluyen -entre ellas- el agua ordinaria natural; la leche, solo cuando el comprador sea un consumidor final; las especialidades medicinales en las distintas etapas de comercialización si el importador o fabricante pagó el impuesto; también los establecimientos educativos y los servicios de asistencia sanitaria en forma parcial, la actividad teatral, los taxistas (hasta un radio de 100 kms.) y el transporte internacional. Queda claro, por lo tanto, que nuestra legislación no contempla una desgravación amplia de los consumos propios de las franjas mas carecientes; modalidad que solo adoptan Chile y Uruguay, en América Latina. En México están totalmente exentos (tasa general 15.0%); y en Colombia se siguen criterios semejantes a los países europeos. Esta conclusión no puede dejar de vincularse al hecho de que la carga tributaria, para quiénes integran en Argentina el decil mas pobre, representa 34.0% de su ingreso bruto y el I.V.A. constituye su principal factor.
La propuesta inicial y su posterior insólito archivo.
Sugerido por diversos sectores -incluso con el apoyo de los empresarios de la Cámara de la Alimentación y la que agrupa los Hiper y Supermercados- se sugirió al Ministro de Economía una reducción al 10,5% en la alícuota para 59 artículos que integran la “canasta familiar”que los beneficiaría con un descenso de precios del 17.0%.
Sin aclararse quién la apadrinó, apareció de repente como alternativa a la propuesta anterior, la posibilidad de reducir en 2 ó 3 puntos la alícuota general del 21.0%. El propio Lavagna, en el 2002, la ubicó fugazmente en el 19.0%; y debió dejarla sin efecto a los pocos meses por inocua. Además, significa una merma de $ 1.500 millones por punto.
Esta mala experiencia fue recordada en distintos ámbitos, incluso la propia Unión Industrial; fundados en ese antecedente y en que las de menor magnitud -vgr. Estados Unidos en 1981- no sirven para influir sobre los precios. En cambio, hubo unanimidad en insistir sobre aplicar el 10.5% en los artículos de la “canasta familiar”; que “costarían” solo $ 240 millones anuales de menor recaudación. Sin considerar esta posibilidad, el Ministro desechó la rebaja general debido a su “alto costo”.
¿Por qué archivó definitivamente el tema y no adoptó la idea inicial?. ¿Quién habrá lanzado la que surgió sin patrocinador conocido -casi por “arte de magia”- y fue útil únicamente para “embarrar la cancha”?, Ha sido funcional como falsa excusa para también descartar, de un plumazo, la más viable; que tenía un plausible objetivo social, sin obligarse a dar ninguna explicación.
No es para creer en brujas, pero que las hay, las hay...
jueves, 11 de junio de 2009
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