Por Eduardo Aliverti
Cuando algo cansa hasta el extremo en que ya lo hace el conflicto entre el Gobierno y el movimiento campestre, se incrementan las probabilidades de que los cansados pierdan la poca o mucha vocación y capacidad analíticas que puedan tener y se dejen ganar por el desinterés. Y hay pocos pasos entre la displicencia popular y la victoria de quienes se valen de ella para imponer sus privilegios de sector.
Un intento de resumen podría ser, hasta acá:
a) que el Gobierno eligió la extraordinaria renta agraria como su fuente principal de recursos y como único modelo de eventual desarrollo, sin entrar a considerar si explotar de soja y aprovechar la demanda internacional de forrajes es un programa adecuado y sustentable;
b) que en esa lógica decidió incrementar lo que les retiene a los exportadores, quienes socializan las quitas con los productores;
c) que esa decisión fue comunicada en marzo último de manera trasnochada;
d) que esa frialdad informativa potenció el enojo insaciable de los dueños y arrendatarios de la tierra, dejando –junto con la ausencia de medidas efectivas para pequeños y medianos productores– un flanco imperdonable que permitió la unificación de grandes y chicos en una protesta activa de características inéditas desde el retorno democrático;
e) que los unos y los otros emplearon el conflicto para entrar al terreno de la disputa retórica por el modelo de país, mudando la pelea desde un problema sectorial hasta otro en el que se juega quiénes ganan el relato nacional: si el populismo que defiende una tibia intervención estatal en los resortes distributivos de la economía, o los bloques dominantes que creen que el único modelo eficaz es un mercado regulado por ellos y en el que “el campo” viene antes que la Nación como matriz fundante;
f) que presos de esa dinámica discursiva quedaron también sujetos a no poder retroceder, ni ante la sociedad ni frente a sus apoyos sectoriales, en la negociación propiamente dicha;
g) que lo anterior se tradujo en que ni el Gobierno podía ni puede mostrar que cedió en varios puntos, incluyendo el de revisar el monto de las retenciones a futuro; ni los ruralistas podían ni pueden ceder en sus aspiraciones de máxima, so pena de quedar desacreditados ante una mano de obra sojo-piquetera que ya adquirió rasgos de vida autónoma;
h) que como frutilla del postre se sumó a esa dinámica el desmayado mamarracho opositor, estimulado a reanimar fuerzas codo a codo con lo peor de la historia de este país;
i) que mientras tanto descansan plácidamente escondidos los oligopolios agroexportadores, los pool de siembra, Monsanto: ni el Gobierno ni la gauchocracia señalan a esos extraordinarios ganadores de la República Sojera y adyacencias, porque el uno quedaría en orsay respecto de su verba nac & pop y los otros ni qué hablar acerca de cuánto de patriótico tiene su lucha.
Seguramente, la enumeración podría agotar el abecedario pero lo que el periodista juzga como liminar está allí y es más: quizá convendría reducirlo a que en este rincón hay un gobierno encerrado en decisiones de círculo estrechísimo, para encarar su “épica” de negocios y módica apropiación de Estado sobre las ganancias de una porción de la clase dominante; y en la esquina contraria, una oligarquía ya más de la cabeza que de poder real, unida a una nueva clase media agraria de los pueblos y ciudades del interior, más dirigencia política que se les subió a babucha. Y más simple también: gobierno conservador de rasgos progres contra conservadores igual de brutos y brutales que toda la vida. Puede que, en virtud de las comparaciones, ruborice un tanto rotular como “conservador” al kirchnerismo. Pero en lo sustantivo, el modelo neoliberal permanece casi intocado y hay que animársele a la palabrita en tanto y cuanto no sea a secas. Si acaso esto último se presta a la polémica, respecto de la vereda de enfrente ni siquiera hay espacio para tal cosa.
Lo que ayer se amuchó en Rosario es una expresión inigualable del pensamiento más reaccionario de esta sociedad, en algunos casos representado por los grupos tradicionales del privilegio; en otros por la inconsciencia social de sectores medios, urbanos y campestres, unidos bajo la bandera del individualismo pequeño burgués y la genética gorila; y en otros por el oportunismo político de liberales y hasta de tribus que se dicen de izquierda. Si se le agrega que se les sumó la Iglesia, sólo que con el cinismo de vías indirectas, el cartón está lleno salvo por un casillero faltante que es la buena noticia: no hay partido militar. Tampoco acompaña el resto del establishment, es cierto, beneficiado por el tipo de cambio alto, la recuperación del poder adquisitivo de algunas franjas medias y, a pesar de que el estilo gubernamental no les resulta muy simpático, la certeza de que el oficialismo es lo único que hay en condiciones de administrar la política. De hecho, están negociando un acuerdo a largo plazo que el Gobierno quiere presentar como el Acuerdo del Bicentenario. Pero las medidas de fuerza del movimiento campestre perjudicaron el clima de buenos negocios, y ya advirtieron que sin el concurso del “campo”, en un país agropecuario, el pacto no tendría sentido. De manera que no se está ante un conflicto menor, porque el poder de fuego de los gauchócratas, lejos de ser todopoderoso, ya demostró que sí les alcanza para lastimar. En el funcionamiento concreto de la economía y en el hecho de que, por un cúmulo de factores, se reaglutinó en torno de ellos un pedazo considerable de la derecha (si quiere vérselo desde una categoría de diferenciación con los rasgos progres del kirchnerismo) o de la derecha de la derecha (si se prefiere juzgarlo con ortodoxia).
El Gobierno está herido y comenzó su desgaste notablemente antes de lo imaginado. Consumió buena parte de su capital político, en gran medida gracias a deficiencias propias que pudo evitar con algo menos de arrogancia y algo más de muñeca. Pero chuparse el dedo frente a lo que juntó en contra sería una ingenuidad de proyecciones peligrosas. Correrlo por izquierda para que se eleve su techo, que hasta ahora es pobrísimo, no debería significar desprecio por el piso o subsuelo que se alcanzó. Y uno de los mosaicos de esa superficie es que el Estado tiene derecho a apropiarse de rentas descomunales, como las del “campo”. Que no haga lo mismo con las tasas de ganancia de otros sectores no invalida lo que sí afecta.
Ayer fue el Día de la Escarapela de Soja y no hay lugar para distracciones. Hay el pecho y hay el culo. Que cada quien se haga cargo de dónde se la pone.
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