El dibujo de Sábat
Por Sandra Russo
Hermenegildo Sábat es un artista notable, un exquisito de la caricatura, y es además un hombre admirado y respetado por actitudes como la que tomó ahora: no decir una sola palabra sobre el dibujo que publicó el martes y sobre el que escupió fuego la Presidenta. No contestar un agravio es una actitud de caballero.
También es una actitud que ayuda a constituir a un agraviado. No hay voz, en la lengua, o por lo menos no se me ocurre ahora, que celebre al agraviado que contesta. Un dato interesante, que refuerza la idea de que la lengua no es más que un fabuloso aparato de poder. Cristina, sin ir más lejos, se sintió agraviada y contestó. En la puesta en escena pública, Sábat es el que no contesta el agravio, el caballero. Hubo una larga época de mi vida en la que trabajaba con caricaturistas, en Humor y en Superhumor, y sé que también para ellos Sábat es el mejor, lejos, el más admirado. Básicamente, y ése es el argumento que más veces escuché, porque él encarna más que nadie la posibilidad de la caricatura derivada en la obra de arte.
Ahora bien: sobre arte y política hay mucho escrito, no vamos a volver a escribir que la excelencia del arte no garantiza en absoluto ni su claridad ni su intencionalidad política, incluso mucho más allá de las propias intenciones de su autor. Que al fascismo lo inventó un poeta, Marinetti, que creía exclusivamente en el futuro.
Yo miro siempre los dibujos que Sábat publica en Clarín, porque me encantan, como a tantos. Y siempre el ojo busca el mensaje. Y no un mensaje mafioso o cuasimafioso, claro, pero sí un mensaje. La caricatura es una de las artes más obstruidas para liberarse de eso que en la literatura, en el cine o en las artes plásticas ya es cliché, vulgar, pesado. El mensaje, ni más ni menos. La moraleja. Un decir del autor a través de su obra. Un editorial. Un caricaturista no puede impedir que su caricatura “diga algo”, porque ésa es la esencia del oficio: no sólo captar rasgos generales de las fisonomías y reproducirlos para causar gracia, sino captar los rasgos que delaten un carácter.
El martes por la mañana me había quedado un rato largo mirando el dibujo que irritó tanto a la Presidenta. El ojo buscó, como siempre, la palabra Sábat en el dibujo, pero el mensaje era doble y, por lo tanto, confuso. Los que mejor resuelven una caricatura son los mensajes simples y fuertes. En el dibujo, a la Presidenta le salía un Kirchner del costado izquierdo de la cara. Eso era un mensaje. Pero la cosa se complicaba con la boca tachada de la Presidenta. Había que cruzar esas dos informaciones y concluir algo, desencriptar el texto. Y ahí, con esos dos signos abiertos pendientes de su reunión en un significado, podían leerse demasiadas cosas.
La que yo leí por mi cuenta, por la mañana, y me pareció realmente estúpida, era que Cristina no tiene voz propia, y que su apuntador es Kirchner. Como sé que Sábat nunca simpatizó con nada vinculado al peronismo, supuse que era un dibujo misógino, gorila, en fin, un mal dibujo. Ese es el riesgo que toma la caricatura: debe decir algo que el receptor interprete de inmediato y que coincida con su propia lectura del mundo, sea en forma consciente o inconsciente. Sábat y yo, como receptora, percibimos el mundo de maneras distintas, dormidos y despiertos. Cuando eso se hace evidente, no hay romance artístico posible.
De todos modos, por lo caliente del conflicto y por las circunstancias particulares (el texto que lo rodeaba) en las que fue publicado ese dibujo, me llamó la atención su pobreza. O decía algo demasiado trillado, demasiado meneado, demasiado bobo, o decía algo que yo no alcanzaba a entender. Las buenas caricaturas se entienden al vuelo, se comprenden casi antes de terminar de mirarlas. El final de la mirada ya es de reconocimiento.
La Presidenta lo interpretó como un “mensaje cuasimafioso”, una yunta de palabras que cayó como un kilo de masas de sabayón. Y se preguntó: “¿Qué me quieren decir, qué es de lo que no puedo hablar, qué es lo que no puedo contarle al pueblo argentino?”. Evidentemente, ella lo había leído de otra manera. Yo, la verdad, me quedé intrigada. Me hubiera gustado, pero por mi intriga, que Sábat dijera qué quiso decir con el dibujo.
Por lo demás, los caricaturistas, que siempre hicieron bien y lo seguirán haciendo cuando reclaman su total libertad de expresión, deberían comprender también que aquellos a quienes caricaturizan no firmaron con ellos ningún contrato de des-ofensa. Que es la ley de la caricatura la que dice que los caricaturizados deben guardar silencio, “soportarlos”. Es la mítica de la caricatura. ¿Pero cuál es entonces la restricción moral de la caricatura, si da por supuesto que criticarla es de por sí “intolerancia”?
En una democracia (y esto es tan obvio y sin embargo tan poco presente en los medios), todos son pasibles de críticas. Todos los sectores y todos los estamentos. El periodismo también.
Que no deban ser nunca censurados, ni las caricaturas ni los medios, no implica que no puedan ser criticados por aquellos que se sienten agraviados por sus notas o sus dibujos. La libertad de prensa no implica en absoluto el silencio obligado de quienes son a su vez criticados por los medios. Lo que implica la libertad de prensa es que todos los sectores puedan hacer públicas sus opiniones. Llega hasta ahí.
La ambigüedad promueve las interpretaciones. El artista lo sabe. Y el estilo del esbozo, de la sugerencia, en lo estilístico, es una impostación de tiempos de censura. Yo básicamente lo que escucho en los medios sobre Cristina son insultos. Me resulta hasta inquietante que se ponga en duda la libertad de prensa.
Si hay algo que deben admitir los caricaturistas es el enorme peso político de sus lecturas sin texto. Cuando el mensaje es simple y fuerte su decir es tan potente, que el principal órgano de oposición durante la dictadura fue la revista Humor. Y claro que me acuerdo de la tortuga de Illia. Pero los caricaturistas no están exentos de responsabilidades ni ubicados más allá de la crítica. Y deben hacerse cargo de sus mensajes, sin ningún adjetivo. De sus mensajes.
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